6 jun 2006

Un sonido tan metálico (cuento)

Supo que en algún momento pensaría en suicidarse. Temía no estar equilibrada moralmente cuando llegara ese instante y quizás no llegaría hoy, pero quizás estaba a punto de suceder. Tenía tantas ganas de seguir riendo, porque estaba riendo, y lo hacía sin vergüenza, sin guardar la compostura. Sabía que un mal período venía, y de verdad no entendía cómo si se sentía tan viva, se sentía tan humana, tan real y simple.
Es culpa de los soberbios escritores, los dogmáticos escritores, dijo. La razón argumentativa parecía una nebulosa bien definida posada a sus espaldas, a modo de buen augurio. Si no fuera por la maldita costumbre y la mediocre necesidad de sentirse pequeños dioses, jamás tendría que preocuparme por saber que en el algún momento intentaré matarme, dijo.
No había ningún problema en las pistolas que su padre coleccionaba, porque sabía que para ella no eran una opción, jamás, de ningún modo se pondría un tiro en la boca o en la sien; ella realmente le temía a los balcones, a los muchos balcones que frecuentaba desde que sórdido era para ella una variación errónea de sordera. Balcones que conocía y que de algún modo le guardaban respeto. Por qué no harán como Séneca y ven desfallecer sus miembros a la par que desfallece su producción imaginaria, dijo con la voz alterada.
Qué era peor, ver oscurecida su característica alegría por la espera al momento preciso en que su instinto la traicionara, o sería peor ese momento en particular. No sabía, no sufría, pero la espera, la quizás eterna espera era tormentosa.
Algo así como las tres de la tarde, sola y caminando, buscando una novela de algún autor desconocido para internarse en un universo distinto por un momento, pero quizás en un mundo lento, un mundo mal formulado, un mundo de autoayudas o incluso un mundo de las misma denuncias políticas existencialistas que la aburren. En un puestito lo ve, un libro de una edición muy antigua, tapas gruesas, verdes, en el frente las palabras indicadas: “No leer desde alturas”. Llevó el libro celosamente con ambas manos hacia su habitación. Abrió las cortinas por completo y acomodando varias almohadas al costado de su cama, con su adquisición ansiosamente sujetada, se dejo caer sin problemas.
Escribo porque siento que mi alma ha dejado el ruidito ensordecedor que tenía por la noche, se lo ha dejado a ese que se dice reloj y mira como no mirando mientras atiende a alguien más. Tan indiferente se comporta, tan sin sentido es todo para si mismo; no sabe ni entiende que no debe hacer más que ser el triste motivo metafórico que descifra la vejez, y el tic- tac tan metálico sólo sirve de reflexión para lo no reflexioanable que se guarda en una cajita media mañosa.
La luz desde la ventana parecía estar entrando horizontalmente y como punzando agujereaba los ojos no tan brillosos que se esmeraban en no pestañar. Serán siempre los escritores enemigos silenciosos del tiempo. Temen, yo sé que temen a la muerte, al olvido, pensó.
¡Bah!, No leer desde alturas, enunciado en su portada con un par de botas inglesas, de pésimo gusto. Como se nota el interés por añadir tendencias que lejos ya de ser tópicos interesantes, se vuelves clichés rechonchos y morenitos. Malditas botas que necesitan ser inglesas para ser sofisticadas, para poder ser deseadas, pensó (y gritó y comenzó a saltar por el lugar). Cuando la gente salta nunca tiene conciencia de las distancias, jamás nadie calcula en tiempo en saltos ni en corridas, porque cuando alguien está atrasado o está jugando, sólo tiene mente para eso.

Entonces todos opinaban
y sacaban a relucir sus argumentos
sus libros
sus experiencias,
otros parecían tomarme el pelo
pero todos seguían ahí
opinando armoniosos
compartiendo
disfrutando de un trozo de servilleta en sus manos
a veces quise quedarme sin respirar
ver quien me auxiliaba primero
pero lo olvidé escuchando historias que jamás creí.

Regalitos de ferias artesanales, tan insistentes que son, tan evidentes, pero este me gusta, no sé si porque no lo he vuelto a ver en ningún otro lugar, o porque simplemente es mío, tan mío que a veces pienso que yo misma lo escribí, o tan poco inglés, tan nacional que parecen estas artesanías.
Si los escritores guerrearan, murieran, si no fueran tan flojos, tan constatadotes de hechos y tan poco protagonistas; seguramente no habría tanta historia miserable, tan rosa, tan tan rosa que se me pinta la vida, tan cruel. No tengo argumento, ¡baaam!, que mi padre se suicide y me deje sola, sola, sola a cargo de tanto balcón, tanta terraza que la familia siempre cuida, donde siempre se quiebra la espina, y terminamos por dañar algún cromosoma, y quién paga el daño realizado; pues como siempre, los hijos que nacerán doblados, arrodillados, listos para rezar y querer morir. Pero eso se me soluciona sin ser madre, mientras que ni ser madre me quita la incertidumbre de la desconfianza que me produzco, que ni en mí puedo confiar, y pues malditos espejos que no me muestran a alguien más ( tic- tac, tic- tac). Balcones tan amigos y tan ajenos que los siento, será posible, habrá lugar para tan poca familiaridad, tan poco sentido de lo leal, y tanta efervescencia pirotécnica que heredaron de oír todos esos cuentos nocturnos. Entonces pobre los balcones contaminados por la locura de una catalana, que fue lo primero que les leí.

cuento