3 jun 2007

MERCEDES PIERNAS DE HIERRO



Se aseguró de que en su bolsillo trasero estaba la cajita de condones comprados para la ocasión. Caminó desde el cruce del Álamo Huacho, bordeo el cementerio, compró una cajetilla de Belmont en el supermercado La Estrella. Quiero una diez, del azul, dijo. Pagó con sencillo y exacto el precio para finalmente entrar al patio de la iglesia, saltando la pandereta que lo separa del liceo de las monjas. Tardó sólo treinta minutos.
La Virgen de las Mercedes da un paseo por su pueblo el último domingo de septiembre de cada año. Eso ocurriría mañana después de la hora del almuerzo. Es levantada, rodeada por una montaña de flores especialmente cortadas para la ocasión por alguna familia designada; llevada a través de los arcos también floreados en las principales calles del lugar sobre los hombros de una treintena de hombres. Ella con una apariencia tostada, el pelo negro al viento y las manos a medio levantar. Hace dos años llevaba las manos más arriba -como saludando-, me da la impresión. Debe ser el cansancio o la antipatía que le ha tomado a la gente del lugar.
La mamá de Antonio Rodríguez cuando él tenía unos ocho años, le contó mientras ambos miraban el recorrido de Mercedes, que el cabello que la virgen tenía era natural. Antonio le preguntó si natural porque le salía a ella misma. La madre le sonrió dulcemente y lo abrazó. La virgen y toda su caravana de bailarines, mimos y contorsionistas pasaban justo en ese momento frente a ellos.
Encendió un cigarro mirándole la espalda, rodeó el armazón repleto de flores y la pudo ver de frente; era realmente hermosa. Ella no le devolvió la mirada y se quedó con un punto fijo en el horizonte, pero a él no le molestó. Botó el humo lentamente, sintiendo acariciar sus labios, botó también el cigarro recién encendido sin siquiera pisotearlo. El cigarro se apagó por su propia voluntad. Tomó un narciso del ropaje de la virgen, lo olió y se lo ofreció como se hace en las primeras citas, pero Mercedes seguía con la mirada fija en el horizonte. Por supuesto emputecido botó el narciso por el desprecio que acababan de propinarle. Comenzó a rasgarle el vestido de flores, trepándose en el armazón tan denso. Luego le rasgó su vestido de tela bordada para la ocasión. Ella indiferente seguía mirando el horizonte, quizás tratando de no mostrarle preocupación para que decepcionado la abandonara. Quizás fue sólo que el tipo no le resultó atractivo. Él mostró pena o rabia, tras no encontrar lo que buscaba bajo el vestido de seda que ahora estaba dividido en tres. ¿Te hací llamar mujer?, le gritó y con toda razón ¿cómo haberlo adivinado?. Luego sólo quedó fruncir el ceño, inclinarse, hacer la señal de la cruz en su frente y decir amén. Se devolvió caminando sin conseguir igualar su tiempo record de treinta minutos, pero es probable que de eso Antonio ni se enterara. Entró en su casa con deseos de abrazar a Lucy Rodríguez, su mamá. Ella ya estaba en la cama. Entró y al oírlo cerrar la puerta le preguntó ¿mañana me acompañarás a la misa de la madrugada, verdad?. Quiso disculparse anticipadamente, pero sólo pudo decir: Sí, por supuesto, tú me despiertas. Volvió a abrir la puerta y salió de la habitación.




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